Ayer llevé el día tirando a regular-mal. Me dio muchísima pena no poder estar este fin de semana en las fiestas del pueblo. Sí, lo sé, voy mañana ... pero no es lo mismo.
Como os dije hace una semana, el momento más escalofriante de todas las fiestas es el pregón, concretamente, al final. Es increíble ver la plaza completamente abarrotada, la gente eufórica y el subidón de adrenalina al escuchar el "A por ellos". Este momento es ... sencillamente ... lo mejor. Incluso más que el primer encierro (que posiblemente esté pasando en el momento en el que estoy escribiendo el blog).
Así que ayer intenté estar ocupada y no tener mucho tiempo para pensarlo ... imposible. Menos mal que al final quedé con mi querido hermano para cenar ayer. Fuimos al restaurante vietnamita que tanto me gusta y del que ya os puse un post hace más o menos un mes. Pensé que iba haber menos gente por ser aún agosto, pero es evidente que este año la gente ha cogido las vacaciones pronto y París, aunque vacía, ya no lo está tanto y huele a "la vuelta al cole". Así que parar poder cenar tuvimos que hacer un poco de cola porque, evidentemente, estaba hasta arriba. Y es muy gracioso porque en este restaurante hay mesas grandes en las que van metiendo a la gente dependiendo del número de los asientos que queden libres, así que ayer cenamos en una mesa redonda junto con otros 5 vietnamitas. ¡Así es París! en casi ningún restaurante tienen el espacio mínimo de privacidad que nosotros entendemos en España ... pero yo ya estoy acostumbrada, jeje.
En fin, como estaba un poco plof dijo que podíamos subir a su casa (que está muy cerca del restaurante) y beber algo. Aquí se soluciona todo así, vas a casa de un amigo y bebes. Y nos acabamos la última botella de limoncello que le quedaba.
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